martes, 28 de mayo de 2013

EL DUELO DE LAS CRISÁLIDAS.

No me queda ni un ápice de fe. No creo ni en éste ni en otros mundos, ni en el ser humano ni en los dioses, ni tan siquiera creo en mí mismo. He perdido toda ilusión y esperanza. Simplemente, ahora que observo la muerte a la cara y que he llegado a la conclusión de que ésta no es sino la última parada del tortuoso y desesperado viaje desde la nada hasta ninguna parte,  puedo sentir el profundo vacío que se clava en mi pecho como una daga afilada que me traspasa desde el esternón hasta la espalda. Pero no hay sangre resbalando por la herida, solamente la comezón como consecuencia del odio, de la  ira y de la profunda apatía que se han alojado en mi alma. Me llamo Héctor Frías Alquezar, tengo 48 años y acabo de recibir la noticia de que he contraído una extraña enfermedad neuronal degenerativa que va a conducirme hasta los brazos de la muerte tras sufrir un terrible suplicio. El neurólogo doctor Rivas, con la parsimonia y la frialdad con el que se da el parte meteorológico, me ha comunicado la noticia. Sin apenas regalarme una mirada y sin apartar la vista del monitor, me ha puesto al corriente de que mis neuronas van a dejar de transmitir las órdenes del cerebro a mis músculos, que perderé la capacidad motora, que sufriré disnea, astenia, espasmos, pérdida de masa muscular y de equilibrio, disfagia, sialorrea y que acabaré convertido en una masa inútil sin capacidad de movimiento alguno. El doctor, con la parsimonia propia de quien no tiene mala conciencia, me ha puntualizado que en apenas tres meses los síntomas serán evidentes y que en menos de un año seré una patata que sólo podrá mover de forma consciente la niña de los ojos. Mientras me vomitaba toda aquella retórica de vocablos ininteligibles, posé la vista sobre una bola de cristal colocada a modo de pisapapeles sobre la mesa. Una de esas bolas que guardan un monumento pintoresco de algún típico lugar de los confines del mundo y que se llena de perlitas blancas a modo de nieve cuando la agitas. Me fijé y, sin duda, en su interior se preservaba una réplica en miniatura del Taj Mahal. La tomé en mis manos y la agité mientras el doctor Rivas seguía monologando sobre el tratamiento a seguir que, aun no sirviendo para curarme, me ayudaría a disminuir mi sufrimiento. Me puse en pie con el objeto en la mano y él se calló sorprendido. Le golpeé violentamente con la bola india y el cayó del asiento envuelto en un charco de sangre proveniente de la herida abierta en la ceja de su ojo derecho. Le seguí golpeando una y otra vez, con todas mis fuerzas, de forma reiterada y brutal. Pude escuchar el crepitar de su cráneo y el gorjeo y el chapoteo de la sangre emanando de las múltiples incisiones abiertas en su cabeza. Sonreí. Con cada golpe sentía como me iba liberando del peso de todas las cargas morales que había soportado durante mi vida. Paré un instante para observar como el doctor envuelto en su propia sangre y tirado sobre el suelo, agitaba una de sus piernas de forma convulsa. Creo que el doctor sufre espasmos, astenia y  disnea, pensé. Tras la breve pausa, seguí machacando su cráneo con virulencia hasta que se le pararon los espasmos.
Me había quedado muy a gusto, relajado y tranquilo. Cerré el pestillo de la puerta y me senté a observar la fascinante composición artística que se había creado a golpe de bola de cristal. Las paredes estaban salpicas de trocitos de masa cerebral y astillas de occipital. Sobre los muebles se habían esparcido diferentes tonalidades de granate, bermellón, cinabrio y carmesí. Siempre me han gustado los tonos rojizos, medité. Chillida hubiera estado satisfecho con el trato del color y la fuerza de los detalles, me dije. Era una creación bella, pura, hermosa. Nunca había sido bueno para las artes, por sin duda, aquella era mi mejor y mayor obra. Tras la excitación inicial, empecé a darle vueltas a mi cabeza sobre la forma de salir de allí sin llamar mucho la atención. Llevaba las manos cubiertas de sangre y también mis vaqueros, los zapatos y la camisa azul de cuadros con la que me había ataviado esa mañana. No es que me importara mucho que me arrestara la policía o lo que la gente pudiera pensar; pero me producía pudor y tedio el tener que dar explicaciones. Revisé en la taquilla colocada junto al despacho del doctor y allí encontré la solución a mis problemas. Una bata verde y unos zuecos blancos serían mi embozo perfecto para salir del apuro. Ya ataviado con mi improvisado disfraz, recapacité sobre mi situación y las numerosas evidencias de mi culpabilidad con las que debía haber llenado la estancia. Debo dificultar la investigación policial, por lo menos para que tarden un par de meses en dar conmigo, reflexioné.
La pared estaba recorrida por una tubería que acababa en una espita. Un letrero rezaba junto a ella: Oxigeno. Eso me dio una idea. Por mis parcos conocimientos de física creí recordar que el oxígeno era altamente inflamable y, por las series televisivas de investigación criminal, que los incendios son una forma muy concluyente de eliminar pruebas. Busqué en mi bolsillo el mechero y el que pensaba que iba a ser mi último cigarrillo, pues había acudido a la consulta con la perspectiva de que me obligarían a dejar de fumar, algo que obviamente ya carecía de importancia. Fumé con tranquilidad. Abrí la espita del tubo de oxígeno. Coloqué un trapo humedecido con alcohol de un bote que encontré dentro del armario. Prendí fuego al trapo y abandoné el despacho del difunto doctor Rivas. Aceleré el paso, lo cual me resultaba bastante complicado por culpa de mi falta de costumbre de caminar con zuecos, con bata, con las manos en los bolsillos y con la bola del Taj Mahal metida en uno de ellos. Al llegar al hall se produjo la terrible y sonora deflagración. Todo el mundo se tiró de forma instintiva al suelo menos yo que, por el contrario, avivé mi huida. Hasta una anciana octogenaria se arrojó con tal premura y maestría sobre el embaldosado al oír la explosión que me recordó por agilidad y estilo al bueno de Iker Casillas, el portero de la gloriosa y campeona selección española de fútbol.


No tardó aquello en llenarse de gente conmocionada, voces, gritos y aullidos de sirenas. Se había producido una tremenda confusión, lo que facilitó que pudiera escabullirme entre el gentío de curiosos que se hacinaban a las puertas del hospital. Desde la distancia me volví para observar como ardía por los cuatro costados el emblemático edificio de la seguridad social “Miguel Servet”, lo que me dejó una maliciosa sonrisilla en los labios.